Se hace pesado respirar.
Son las 7 de la mañana, el sol se asoma. ¿Y qué hago yo? Escribo esto tranquilo
en la cocina. Reflexionando acerca de una decisión que ya tomé hace tiempo y
valorando si en verdad es la mejor opción, pero rápidamente recuerdo que la
mejor opción es la única imposible. Que nada empieza y termina. Que todo es
mentira y que eso implica que todo sea verdad. Que el único instante real es
tan efímero que simplemente se escapa a nuestra percepción, quitándole sentido
a muerte y otorgándosela a una falsa vida que consiste en seguir respirando,
seguir bombeando sangre, hasta que ya no puedes más. ¿Quién decide cómo y
cuándo ya no puedes más? ¿Dios? Yo me río en la cara de Dios. Es un estúpido
déspota todopoderoso que ni siquiera es capaz de inventarse a sí mismo. Le odio
por no existir y me odio a mí por ser su hijo bastardo.
Es curioso como el mundo
rechaza la idea de que va a morir, siempre sin enfrentarse a lo único seguro,
dominado por un miedo atroz. Con 17 años aprendí que para morir se debe de
hacer dos veces. Me ocupé de morir en vida. Ahora, con 32, la segunda y
definitiva me llama. No me importa si los niñatos de colegio privado prefieren
llamarlo tumor, cáncer, o putada. Yo lo llamo liberación.
Para colmo se atreven a
“prohibirme” fumar, para que así pueda vivir un mes más. Que les jodan, ahí va
mi último cigarro. Nadie leerá nunca esto, es mi confesión y arderá conmigo:
Morí en vida para poder amarla.